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El umbral de la esperanza

En 1989 Venezuela incursionó en un programa de ajuste económico que contó con el apoyo del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial. La respuesta de los agentes económicos fue inmediata y contundente, y la inversión extranjera en sectores diversos de la economía real se expresó con fuerza nunca vista en décadas precedentes.

La orientación de aquel programa asumió los lineamientos de política económica establecidos por los nombrados organismos multilaterales, quedando sujeta a criterios diversos de condicionalidad. La primera fase de estabilización macroeconómica apuntó a los objetivos de fortalecimiento del sector externo y el control de la inflación. En fases posteriores se abordaría un ajuste estructural enfocado en alcanzar una cierta estabilidad de precios y un crecimiento sostenido en el largo plazo; naturalmente, el equilibrio de la balanza de pagos sería propósito fundamental.

Es difícil, luego del acontecer nacional vivido en aquellos años de turbulencia política, llegar a conclusiones definitivas acerca de la efectividad y posibilidades de las orientaciones económicas instrumentadas sobre la base del entonces llamado “Gran Viraje”–el VIII Plan de la Nación–, esto es, sus propósitos de estabilización, crecimiento en el largo plazo y desarrollo general del país.

La nación vivía momentos de cambio y estaba como hoy “…en manos de todos los venezolanos, convertir la crisis en oportunidad, la carencia en abundancia, la injusticia en equidad y la incertidumbre en certeza de que el futuro será mejor…”. Y no hay duda de que aquel modelo de desarrollo sustitutivo de importaciones que adelantó Venezuela desde el inicio de la democracia “puntofijista” se había agotado años atrás.

Ya en la década de los ochenta del pasado siglo se habían manifestado con ímpetu los grandes desequilibrios económicos y financieros, así como el consecuente desajuste social y cultural que tarde o temprano desembocaría en sucesos de ruptura sociopolítica. Pues bien, una errada implementación del referido “Gran Viraje”, no solo desde el punto de vista político sino también comunicacional, dio al traste con las nuevas directrices; Venezuela se aferraba entonces a la excesiva y permanente protección de los agentes económicos frente a la competencia extranjera –en ello los productores primarios e industriales jugaron todas sus cartas–, así como también a la política de gasto fiscal sustentada en la renta petrolera y convertida en factor dinamizador de la demanda agregada. Así, pues, la oportunidad de reorientar el aparato productivo hacia parámetros de verdadera eficiencia y competitividad, tanto como de liberar a la economía de los efectos producidos por variaciones periódicas en los precios y volúmenes de exportación petrolera, fue desaprovechada y peor aún se vio desacreditada ante los ojos de las grandes mayorías populares.

El fallido golpe de Estado del 4F encauzó al país hacia una crisis de formidables dimensiones que apenas pudo ser atemperada durante los gobiernos de Ramón J. Velásquez y Rafael Caldera. En el caso de este último, ya para 1996 se implementaron decisiones que en mayor o menor medida inducían los mismos cambios estructurales instrumentados a partir de 1989. Medidas que en su momento no sorprendieron a nadie como bien diría el presidente, porque la opinión pública estuvo siempre al tanto de los numerosos diálogos sostenidos por los ministros del gabinete económico con todos los sectores del país.

De esta manera, el gobierno nacional enfrentó exitosamente los escabrosos temas del precio de la gasolina –cuyo incremento era tan necesario como inevitable–, de la estabilidad del régimen cambiario –cuyo control fue debidamente desmontado–, del fomento a la inversión extranjera en sectores fundamentales, prescindiendo de aquellos dogmas que definían secciones reservadas al control del Estado–la apertura petrolera, se asentó en uno de ellos–. Más tarde se acometerá la necesaria reforma laboral bajo entorno de consenso entre trabajadores, empresarios y gobierno nacional, un verdadero hito en la historia económica del país y de las relaciones obrero-patronales, con lo cual sin duda se afianzaban posibilidades para su desarrollo sostenido.

Además de los errores del pasado, la mala fortuna quiso encumbrar la antipolítica en 1999, una dizque renovadora corriente que portaba su menaje de ideas retrógradas para el manejo de la economía y de los asuntos de Estado. Y para ello contaba con el poder estatal sobre la industria de los hidrocarburos. El 1° de enero de 1976 –fecha de la nacionalización del petróleo–se había agregado al 18 de octubre de 1945 en el calendario de efemérides y días estelares de una nación extraviada en los avatares de la política. A vuelta de siglo, un nuevo gobierno sin escrúpulos terminó por aniquilar las instituciones fundamentales del Estado, los sectores de la economía, las bases de la convivencia y del sosiego social, la viabilidad de la nación en su conjunto. Y hoy estamos en la ruindad del Estado fallido, prestos una vez más a pasar la página de tanta amargura y a empezar de nuevo. Ojalá que esta vez hayamos aprendido la lección.

Pero vayamos a la realidad del momento. En Venezuela nada funciona porque no hay Estado que confiera carácter institucional al legítimo y vigoroso ejercicio de la autoridad. Los problemas de toda suerte se multiplican, no encuentran solución posible, agobian a la población en todos sus estratos sociales. Hasta el orgullo de ser venezolano se ha visto menguado en tiempos recientes. Ante lo apuntado, no existe mejor alternativa que avanzar en nuestra propia capacidad de recuperación de la dignidad nacional y del buen gobierno republicano.

Rescatar la altivez del pasaporte venezolano, repotenciar los servicios, reinstaurar las buenas relaciones entre los sectores público y privado, de modo tal que puedan conjuntamente atenderse las necesidades sociales, honrar los compromisos adquiridos con proveedores de bienes y servicios y pagar (reestructurar) la deuda pública vencida, fomentar la buena educación y sobre todo el respeto a los derechos de los demás, estimular a los emprendedores en todas sus vertientes de actividad económica, son algunos de los asuntos básicos que nos es dado abordar en lo inmediato. Y aquí nuevamente insistimos en la necesaria revisión de las ideas; extirpar la “rosca ideológica” que nos apremia desde hace décadas, es esencial a la reivindicación y el respeto de nuestros valores democráticos, al acatamiento del derecho de propiedad y la aceptación del libre mercado como dispositivo idóneo para el intercambio. Y algo más: desmontar ese Estado gigantesco e ineficaz, mediante un decidido programa de privatizaciones de empresas y actividades que no tienen razón válida para pertenecer al sector público, así como la eliminación de instancias innecesarias que solo entorpecen los procesos económicos. Es el umbral de la esperanza que los venezolanos de buena voluntad quisiéramos cruzar en los próximos días.

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