Suele decirse que la Revolución Industrial y el subsecuente impulso dado por ese acontecimiento histórico al desarrollo económico de los países avanzados fue el punto de arranque de lo que hoy se conoce como cambio climático. Se habían cumplido las primeras transformaciones sociales y culturales que impulsaban nuevos patrones de consumo. Para algunos científicos, en los últimos 150 años de actividad industrial en Europa y los Estados Unidos de América se produjo un aumento perceptible en los niveles de dióxido de carbono en la atmósfera. Paralelamente, el novedoso tratamiento de las enfermedades contribuyó a mejorar las expectativas de vida de una población que comenzó a crecer de manera importante, dando lugar a una mayor demanda de bienes y servicios y por tanto a un crecimiento significativo de la agricultura, de la manufactura, de la siderúrgica, de la petroquímica y de la construcción de viviendas, entre otras actividades agobiantes del medio ambiente natural. El resultado –sobre todo a la larga y más aún cuando comenzó a masificarse el uso de motores de combustión interna– vino a ser el calentamiento global, vale decir el aumento de las temperaturas del planeta, cuyas consecuencias son cada vez más preocupantes.
Comencemos por reconocer que todavía existe un gran desconocimiento del fenómeno apuntado, provocado entre otras razones por la imprecisión de las fuentes de datos y observaciones, el uso inapropiado de la información, las conclusiones adelantadas a destiempo y sin mayor fundamento, incluso la politización y últimamente la ideologización del problema, todo lo cual ha levantado mitos incongruentes sobre el presente y futuro de la humanidad. Naturalmente, no podemos ocultar las consecuencias del cambio climático que están allí –son más que evidentes–, menos aún evadir las medidas que razonablemente deben asumirse para mitigar impactos negativos sobre los diversos ecosistemas.
El efecto invernadero es un fenómeno natural que hace posible mantener las condiciones necesarias para que la vida prospere equilibradamente sobre el planeta Tierra. Los rayos de sol que llegan a la corteza terrestre son capturados por la atmósfera para de tal manera provocar promedios de temperaturas relativamente moderadas; de no ocurrir ese arresto, las condiciones climatológicas podrían tornarse insoportables para numerosas especies vivientes. Los gases naturales que componen la atmósfera –el oxígeno y el nitrógeno entre ellos– hacen posible ese desarrollo, contrariamente al efecto que producen el dióxido de carbono, el metano y el ozono entre otros. La proporción adecuada de los gases previamente referidos se ha venido alterando por la acción continuada del hombre –es la tesis de los ecologistas–, de modo tal que la atmósfera retiene mayor calor.
Hoy se admite con pocas reservas que el uso de combustibles fósiles, la tala de bosques y el deterioro de la biosfera por el derrame de hidrocarburos y otros desechos sólidos originados en centros urbanos y explotaciones mineras, agrícolas e industriales, determinan el incremento de los gases de efecto invernadero; se interrumpe la absorción de dióxido de carbono por parte de esos ecosistemas que resultan severamente afectados. Forzoso es concluir que la acción del hombre provoca una concentración de gases de efecto invernadero en la atmósfera, lo que aparentemente conlleva el calentamiento global –sin duda contribuye a él–.
La explicación precedente era necesaria para obtener mínima comprensión del tema que estamos comentando. Hay quienes opinan que el cambio climático es evolutivo e inexorable; apenas podrían mitigarse sus consecuencias aplicando medidas que contribuirían a moderar el curso ascendente del fenómeno. Un intento de adaptación de la población mundial a su realidad ineludible: el cambio continuará a lo largo de este y del próximo siglo.
Pero ¿qué significa todo esto para el género humano? En principio parece que la magnitud del cambio climático dependerá del volumen de las emisiones de gases susceptibles de atrapar calor en la atmósfera y, naturalmente, de cuan frágil sea el clima ante dichas emanaciones. El Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) con sede en Ginebra –incluye a más de 1.000 científicos de varios países–, predice un aumento de temperaturas que oscilarían entre 2,5 y 10 grados Fahrenheit durante el próximo siglo. Los glaciares vienen desalojando sus antiguas cotas y los diferentes hábitats muestran el extraño comportamiento de plantas y animales. Se viene hablando del incremento, mayor intensidad, frecuencia y duración de los huracanes del Atlántico Norte desde los años 80 del pasado siglo. También de las tormentas sobrevenidas y mareas altas que podrían devenir en inundaciones de mayor o menor magnitud en el futuro previsible; las aguas de los océanos seguirían elevando sus temperaturas medias anuales, provocando condiciones más severas para las distintas formas de vida de los mares. Y todavía se duda de la relativa contribución de la actividad humana al fenómeno descrito; hay quienes sostienen con vehemencia que se trata esencialmente de causas naturales, que ni el parque automotor, las flotas de barcos y aviones, ni los rebaños de ganado bovino a nivel mundial, son los verdaderos responsables del cambio climático.
El presidente Barack Obama en entrevista con Sir David Attemborough en la Casa Blanca, enfatizaba sobre las estrategias implementadas para mitigar los efectos del cambio climático. “La efectividad de esas tendencias conservacionistas globales –decía Obama– invariablemente dependerá del trabajo conjunto de todas las naciones del mundo, algo que desafortunadamente no ha prosperado como hubiésemos querido”. La buena noticia es que donde se han implementado planes de reparación del medio ambiente –áreas afectadas por propósitos de desarrollo–, la naturaleza ha respondido favorablemente. Para Sir David, el problema por ejemplo de la Gran Barrera de Coral australiana viene dado por el crecimiento poblacional al este de Queensland y su consecuente adelanto industrial y de los servicios, algo que sin duda no favorece a la biota de la región. Y en ese orden de eventos, la verdadera fatalidad es el calentamiento global: una mayor acidificación y elevación de temperaturas oceánicas –de 1 a 1,5 grados– que envuelven al mayor arrecife coralino del planeta, parece anticipar su dolorosa desaparición, algo que para muchos científicos es ya inevitable.
Se trata pues de un tema de inaplazable actualidad y cuyos efectos variarán con el tiempo, como ha sostenido el IPCC, también con la capacidad de atención, mitigación y adaptación a los cambios que observen los diferentes sistemas sociopolíticos y de conservación ambiental. Algo que desgraciadamente no estamos observando en la Venezuela paupérrima de nuestros días, donde la acción tolerada, incluso auspiciada por el Estado, no solo acumula inmensos pasivos ambientales, sino que continúa su perversa avanzada destructiva sobre áreas y recursos que deberían estar protegidos.